domingo, 4 de mayo de 2014

El soñador

 


El Espectador. WILLIAM OSPINA 26 ABR 2014 - 10:00 PM

William Ospina
Lo que hemos hecho en estos días no es despedir a un hombre sino saludar a un mito.
Por: William Ospina

Cuando García Márquez empezaba a perder la memoria, un diario del continente tituló: “¿Y ahora quién recordará por nosotros?”. Gabo no sólo nos dio toda su memoria personal: la convirtió en un instrumento para nombrar y descifrar su mundo, y, a la cabeza de una generación admirable, cambió para el planeta la idea de América Latina.
En esa tarea lo habían precedido, entre otros, un nicaragüense: Rubén Darío; un mexicano: Alfonso Reyes; un chileno: Pablo Neruda; un argentino: Jorge Luis Borges, y otro mexicano: Juan Rulfo. Habían traído el ritmo, el rigor, el reconocimiento del territorio, la perplejidad creadora, el pensamiento mágico. García Márquez aportó la diablura, el colorido, la sensualidad, la exuberancia, la fiesta de las palabras, y un sentido realista de la fantasía que hizo que los sueños se parecieran a la vida y podría hacer que la vida se parezca a los sueños.
Toda felicidad verdadera es colectiva, y la obra de Gabriel García Márquez es el más feliz de los sueños que hayamos compartido. Pero no sólo nos hizo sentir a los latinoamericanos habitantes de la misma casa, sino que nos unió con el mundo.
Habíamos crecido como huéspedes tardíos de la historia, habíamos llegado tarde al diseño de la civilización, todas las metrópolis se creían con derecho a disponer de nuestro presente y a dictar nuestro futuro. Esa generación fue la primera que definitivamente les dijo a aquellos mandarines que ahora éramos los dueños de nuestro destino y los inventores de nuestros propios sueños.
Y si algo le añadió García Márquez a ese mosaico de ritmo, de rigor, de originalidad, de lucidez y de honda humanidad fue una alegría caribeña, una nitidez de las imágenes, una audacia de la imaginación, un dominio del canto y una fe en la vida tan elocuente que América Latina se sintió renacer en su voz, y el mundo entero la vio brotar como una flor desconocida entre las selvas de la historia, como un polen fecundo para las viejas culturas cansadas, y como una promesa.
Fue largo el camino para llegar a creer en nosotros: ahora comienza, ya ha comenzado, el camino, más largo aún, para reinventar la vida en este planeta en peligro. Después de Borges, después de Rulfo, después de Neruda, después de García Márquez, ya tendrán que contar con nosotros para el rediseño de la civilización.
García Márquez no quiso ya ser un hombre de perfil nacional; fue, como Bolívar, un luchador continental, un hombre del mundo, y un hombre de su época. Lo saludamos ante todo como un alto creador en el lenguaje, como lo que principalmente fue, como un poeta, pero nadie quiere olvidar al ser humano amistoso y mágico, al cantor de las fiestas, al amigo personal de quienes lo vieron así fuera una sola vez, al amigo personal de todos los que lo leen, al hombre comprometido con los cambios históricos, con la justicia y con la generosidad, a un maestro del buen vivir y del buen soñar, que no será jamás ceniza, porque está en el recuerdo vivo de miles de seres que le trasmitirán su memoria a las generaciones, y porque está siempre esperándonos en esas páginas que cambian corazones y que despiertan mundos.
El fervor que queremos en la tierra es el fervor que vive en sus páginas. También en ellas hay dolor y muerte, guerras y desastres, trenes que nos traían el progreso y que se alejaron cargados de muertos, pueblos errantes que llevan la cultura de un lado a otro, gitanos que polinizan el tiempo. También en ellas está ese coronel cuya carta no llega, el luchador que no tiene patria que le agradezca, el servidor al que los Estados y las sociedades olvidan, y barcos que se quedaron atrapados tierra adentro, que no tuvieron mar para el viaje, y seres que no pudieron escapar a la soledad, pero también gentes que no se mueren antes de alcanzar el amor, mujeres que centran el mundo, hombres atados para siempre a los árboles, y guerreros feroces que terminan sus días haciendo pescaditos de oro.
Rimbaud dijo que había que inventar el amor, y es cierto que al mundo hay que inventarlo continuamente. Hay quien dice que García Márquez inventó a América Latina, así como alguien dijo que Hokusai inventó al Japón. El mundo no es verbal, de modo que nombrarlo es de todas maneras inventarlo, pero una vez que se lo nombra ya es parte de la memoria de todos.
Él nos invitó a que propusiéramos desde la América Latina “una nueva y arrasadora utopía de la vida”. El nuestro es el continente donde se dio cita el mundo. Los humanos tenemos que aprender a respetar este planeta, pero para ello los poderes tienen que aprender a respetar a la humanidad. Porque no queremos un mundo en el que estorbe la humanidad.
Alguna vez le dije: “Gabo, a ti ya te leen más que al Espíritu Santo, y eso es pecado. Dime, ¿cuál es tu secreto?”. Y él me contestó: “La verdad es que sí tengo un secreto y te lo voy a revelar: todo consiste en impedir que el lector se despierte”.
Gabo: sigue impidiendo que nos despertemos, y nosotros nos encargaremos de que tú no dejes de soñar.

* William Ospina

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