domingo, 30 de junio de 2013

La pequeña grandeza


El Espectador. Opinión |29 Jun 2013 - 9:00 pm

William Ospina
Por: William Ospina


Álvaro Uribe Vélez tuvo durante ocho años la oportunidad de convertirse en el colombiano más grande de la historia, pero obstinadamente se negó a ello.

Pudo haber hecho la paz, que requiere justicia, dignidad, diálogo, oportunidades para todos, reformas, proyectos generosos e históricos: prefirió hacer la guerra, persistir en una aparente solución en la que ya se habían desgastado muchos gobiernos, una guerra que sólo significaba la prolongación de la tragedia, la acumulación de los males, la multiplicación de las víctimas.
Pudo haber renovado la infraestructura vial del territorio: ahora basta salir de Bogotá hacia Melgar y de Medellín hacia Caucasia, dos vías muy importantes y muy cercanas al corazón del país, para ver el mundo en la prehistoria.
Luchó por todos los medios por abrirle camino a un tratado de libre comercio que supuestamente sería la solución de nuestros males. Aprobado el tratado, encontró al país sin vías y sin puertos, y lo que es peor, con nada que vender y todo que comprar. Nada que vender de lo que sale del trabajo y del conocimiento: porque sí teníamos, como hemos tenido siempre, el suelo desnudo, materia prima en bruto, un país para vender en el sentido más primitivo y más pasivo del término.
Y su sucesor, el doctor Santos, que no ha podido encontrar tampoco el camino de la grandeza, entonó desde el comienzo la glorificación de la economía extractiva, el retorno al siglo XVI, como si esa derrota de todos fuera una victoria de alguien.
Uribe pudo haber modernizado el campo: prefirió convertirse en vocero de la alianza del viejo latifundio egoísta y mezquino, que quiso siempre toda la tierra y no hizo nada con ella, salvo tender kilómetros y kilómetros de alambre de púas, con el nuevo latifundio que arrojó millones de campesinos a las ciudades para acrecentar su agroindustria y abrir rutas de tráfico, dueños que también recurren al alambre de púas para que se sepa bien a cuántos centenares de colombianos pertenece hoy el territorio sagrado del país, y para que no se atrevan a entrar los millones que no pueden saber qué significa la palabra propiedad.
En un país desesperadamente necesitado de justicia, lo primero que hizo Uribe fue eliminar el Ministerio de Justicia. No luchó contra la pobreza, la compró a bajo precio para asegurar electores, pero no con su propio dinero sino con el tesoro de los contribuyentes.
Cuando recorro las carreteras de Colombia me digo que no se puede negar que Uribe hizo más fácil y más tranquilo recorrerlas; no porque estén pavimentadas y señalizadas, eso sería demasiado pedir, sino porque desplazó la guerra hacia regiones menos frecuentadas por la clase media, y desmovilizó acaso transitoriamente a un porcentaje importante de los ejércitos paramilitares.
Pero nadie podría decir que Uribe acabó con la violencia: el país arde y sufre, vela y espera. Diariamente caen jóvenes acribillados en Buga y en Tuluá, en las barriadas de todas las grandes ciudades, y el paramilitarismo no parece ceder: las llamadas bandas criminales campean, y hay quien dice que son una alianza de antiguos guerrilleros y paramilitares.
El mundo sabe que Uribe recibió al país con un conflicto interno y estuvo a punto de entregarlo con tres guerras externas. Le faltó tiempo. Con todos los vecinos peleó, a todos insultó, a todos amenazó. Y una buena prueba de que la hostilidad salía de él es que Santos pudo empezar a convivir con esos vecinos al segundo día de su mandato. A todos esos gobernantes Uribe los declaró jefes de la guerrilla colombiana, sin darse cuenta de que mediante ese truco convertía a una supuesta banda de terroristas internos en una suerte de ejército internacional respaldado por tres naciones. Curiosa manera de combatir al enemigo: magnificándolo y dándole un perfil de gran protagonista internacional. Pero su verdadero propósito era justificar la guerra, darle argumentos a una política que descuidó los demás deberes de gobierno para responder a una teoría de la seguridad que parecía un polvorín a punto de estallar.
Desde que terminó su mandato, las aguas del escándalo han ido subiendo a su alrededor, y de un modo creciente sus funcionarios se han visto reclamados por la justicia para responder por toda clase de irregularidades: jefes de seguridad que les brindaban información a criminales, ministros que subsidiaban a los ricos, tropas que presentaban como enemigos muertos en combate a pobres muchachos recogidos en las barriadas y disfrazados aprisa de guerrilleros.
Esos escándalos han hecho que los millones de votantes de Uribe se hayan ido evaporando y que su prestigio se difumine. Quién sabe si los que todavía lo admiran estarán dispuestos a votar por sus candidatos. A Uribe sólo le gustan los servidores irrestrictos, áulicos que convierten sus discursos en obras maestras, y publicistas que maquillan su gobierno crispado y estridente.
Los colombianos más grandes de la historia son los que tienen todavía en pie nuestros sueños y nuestro orgullo. Para serlo de verdad, Uribe necesitaría que hoy quince millones de colombianos proclamaran su admiración en las calles, agradeciendo las vías, los puertos, la justicia, la educación, la salud, el empleo, la prosperidad, la paz y el espíritu de convivencia. Uribe pudo ser grande, y trescientos mil votos en un concurso trivial no bastarán para borrar ese fracaso.
Pero no deja de ser penoso que alguien que desperdició una oportunidad tan sublime no quiera quedarse sin la medalla. Tendrá que consolarse con esta medalla de fantasía. Y es conveniente que crea en ella porque muy pocos más van a creer.
Ya lo dijo Novalis: “En ausencia de los dioses reinan los fantasmas”.


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