domingo, 27 de enero de 2013

Los caminos de hierro de la memoria (II)

El Espectador/ Opinión / 26 Ene 2013 - 11:57 pm


Por: William Ospina

En Manizales, para poder hacer la casa, había que hacer primero el lote.

Esa leyenda popular ilustra las dificultades de los hombres que decidieron fundar aquel caserío a la vez en las crestas de la cordillera y en el corazón de una selva. Una valiosa antología: Manizales, su historia y su cultura, de Pedro Felipe Hoyos, permite ver ese impresionante proceso que convirtió un poblado lluvioso de mediados del siglo XIX en la más dinámica ciudad del país a comienzos del XX.

Empezó en 1834, cuando una segunda oleada de colonos salió de Marmato, el pueblo de oro colonial construido a riesgo sobre los túneles de la montaña. Con Antonio Arango y con Nicolás Echeverry venía el alemán Wilhelm Deghenhardt: querían conocer el nevado del Ruiz, estudiar su potencial minero, aprovechar la descendencia cimarrona de un ganado abandonado en otras décadas que ahora proliferaba en los páramos.

Diez años después, Arango y Echeverry, acompañados entre otros por Manuel Grisales y Agapito Montaño, por Benito Rodríguez y Gil Vicente, a quien llamaban Capón Saraviado, volvieron con once bueyes a buscar más ganado, y terminaron fundando un caserío. Así eran esos tiempos, a veces resultaba tan difícil volver al sitio de origen, que era preferible inventar otro pueblo.

Lo que vemos aquí fue la lenta, inevitablemente violenta, población de las tierras centrales: colonos contra indígenas, terratenientes contra colonos, todos contra la naturaleza, y la naturaleza contra todos. Manizales, tal vez porque fue tan difícil fundarla en las crestas de la cordillera, entre los remezones de la tierra y el rugido del volcán, entre el barro de los deslizamientos y la tristeza de la lluvia, se fue convirtiendo en el centro de un mundo.

Algunos de los primeros colonos, después mitologizados como “Los Fundadores” y exaltados en su escultura tutelar por Luis Guillermo Vallejo, tras mil conflictos con la concesión Aranzazu ascendieron a terratenientes y emprendieron una exitosa carrera como agricultores y comerciantes. Cultivaron cacao y domaron la hacienda cimarrona para establecer la primera industria de lácteos. Lo que había sido selva se cruzó de caminos: ya en las hondonadas se oían más las hachas que los pájaros.

El cacao ensanchó los caminos que iban a la tierra de origen; el comercio de quesos los abrió hacia las llanuras inundadas del sur y a las mansiones y claustros del Cauca Grande. Las tierras ofrecidas por el gobierno estaban repartidas pero los colonos seguían llegando: siguió la colonización de las selvas del Risaralda, y otra tierra prometida, los yarumales y los guaduales infinitos del Quindío.

El difunto Elías Gonzales había trazado un camino sobre la cuerda floja del abismo de Letras, para salir al Valle del Magdalena y conectar con el centro del país y con el mundo. A finales del XIX, ya diez mil bueyes recorrían esa ruta de tierra inestable, “hondos fangales donde las bestias se consumen hasta los pechos”, ríos de piedras, redes de raíces, derrumbaderos de greda, suelos de estacas y de púas, una telaraña de chorros y saltos y resbaladeros casi borrados por la niebla, y una lluvia incansable sobre tantos fantasmas de mulas y bueyes y peones despeñados. Baste saber que un viento atroz mató a cuarenta mulas un día en un solo paso de la montaña.

Bajaban al puerto de Honda el fruto de las tierras colonizadas, subían manufacturas de los países industriales. El avance hacia el sur fundó entre tantos pueblos a Pereira, sobre el Otún, en las ruinas de la vieja Cartago, a Armenia y Chinchiná, Caicedonia y Sevilla. El descenso al oriente fundó a Soledad, tan parecida a su nombre que mejor se lo cambiaron por Herveo, y a Fresno ante la primera luz de la planicie. Líbano, Villahermosa, Casabianca, Murillo, Manzanares, Pensilvania: no hubo desde la Conquista una fiebre de fundaciones como esa, que llevó incluso a la quinta fundación de Victoria. Donde las mulas se echaban con las petacas corría el riesgo de nacer algún pueblo.

En las últimas décadas del siglo XIX la producción anual de café pasó de 60.000 sacos a 600.000. Aunque ya empezaba a cultivarse en las tierras colonizadas, lo producían sobre todo las haciendas de Santander y Cundinamarca. Pero al final del siglo una dramática caída de los precios golpeó las haciendas, y el café del viejo Caldas respondió mejor a la crisis. Abundantes hijos proveían la mano de obra y la calidad del café cosechado era mejor.

Pero nadie sabía que lo que estaba naciendo era una región económica y que, aunque poderosa, esa economía no significaría tanto opulencia como estabilidad: una dinámica de la que podían participar tantas familias hizo nacer una tradición de arraigo y de orgullo, abrió camino a una democracia posible, dio poder de consumo a los productores, integró al país comunicando sus regiones, enlazando el norte y el sur, el oriente y el occidente.

No habían llegado los tiempos bárbaros en que el precio final de los productos es más importante que el orden que propicia su cultivo, no habían llegado los tiempos en que se podía destruir un orden social y familiar, todo un sistema de trabajo y de relaciones humanas, sólo porque los productos puedan conseguirse más baratos en otra parte.

Hasta alemanes como Julius Richter, que soñaban aún con El Dorado, descubrieron que el oro estaba menos en las minas que en las ramas: muy pronto una pequeña región del centro del país iba a hacer visible a Colombia en el mercado mundial, y nos asomaría a los primeros sueños de la modernidad.

Para que ello ocurriera, entraron en acción los ingleses.


* William Ospina


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